A finales de 2003, viajé a México para corresponder a una invitación mucho más que honrosa: decir unas palabras sobre la obra de Rubem Fonseca, que, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de ese año, recibiría el Premio Juan Rulfo, la más alta distinción del mundo literario latinoamericano. Una especie de Nobel de las Américas. Antes del brasileño, el Premio ya se había concedido a escritores como el guatemalteco Augusto Monterroso, el chileno Nicanor Parra o el mexicano Juan José Arreola y el argentino Juan Gelman.

Entraba al pabellón de la Feria acompañando a Zé Rubem, como le gustaba ser llamado en privado, cuando, avanzando por los corredores adornados por pancartas enormes con la foto del homenajeado, leímos la cita: “Soy un hombre consumido por el presente”. Él me jaló aparte para comentarme:

—Muy bonito, solo que yo nunca escribí esa frase.

—Sí, la escribiste —rebatí al momento.

—¿Dónde?

—Está en el cuento “El enemigo”.

Él me miró con tal incredulidad que no pasó mucho tiempo para dar lugar a aquella ironía con la que acostumbraba matizar la expresión de muchos de sus personajes.

—Tú no puedes saber más que yo, que escribí el cuento.

La solución fue caminar al quiosco de Alfaguara, que publicó en México el volumen Los mejores relatos de Rubem Fonseca, magistralmente traducidos por Romeo Tello Garrido. Y ahí estaba, en el cuento “El enemigo”, uno de mis favoritos, la frase renegada. Zé Rubem me estrechó la mano y, a partir de aquel día, me convirtió en una especie de consultor de su propia obra. De vez en cuando, me escribía preguntando en qué libro estaba determinada escena que había creado.

¿Cómo lo sabía? Sucede que, en general, tengo una excelente memoria para los textos que me encantan. Leí (y releí varias veces), siempre de manera apasionada y atenta, todos los libros de este gran maestro, del que celebramos en este mes de mayo el centenario de su nacimiento. Rubem Fonseca es un autor fundamental en mi formación como lector y escritor. No consigo pensar en ningún colega brasileño que se dedique al género policial y en cuya escritura no se perciba el eco de su voz. Obviamente, Rubem Fonseca no fue solo un escritor policial.

Nacido en Juiz de Fora (Minas Gerais), se mudó a Río de Janeiro a muy temprana edad, donde creció y ejerció diversas profesiones, entre ellas la de comisario de policía. Y se puede decir que comenzó tardíamente en la literatura: tenía 38 años cuando lanzó su primer libro. La verdad es que podría haber publicado algunos años antes, si no fuera por la torpeza del dueño de una imprenta en la Rua das Marrecas, en el centro de la ciudad. Zé Rubem se divertía cuando recordaba el episodio. Venía escribiendo sus primeras narrativas desde finales de los años cincuenta y, como no tenía la menor idea de cómo se publicaba un libro, un día entró en la imprenta de marras. El dueño le pidió que dejara los originales para evaluarlos y volviera después. Aceptó, y seis meses más tarde el futuro escritor descubrió horrorizado que el hombre había perdido su libro. Lo peor de todo: no existían copias de aquellos cuentos, de los cuales el contumaz dueño de la imprenta fue el único lector. Él todavía se acordaba de los textos extraviados —debido a las groserías que contenían—. Y le aconsejó al autor “tratar de escribir como Machado de Assis o Eça de Queiroz”.

De vuelta al punto de partida, Rubem Fonseca trató de crear nuevas narrativas, parte de las cuales aparecerían en Los prisioneros, su ópera prima, lanzada en 1963. Un magnífico conjunto de cuentos, con los cuales el autor comienza a fincar los marcos de su gran arte: la escritura concisa, la precisión en el detalle, el flirteo sutil con lo grotesco, los toques de refinada erudición, el humor no siempre políticamente correcto, y, por encima de todo, su capacidad de observar y traducir la realidad en ebullición. Brasil, y en particular Río, habían encontrado un intérprete original, que sintetizaba en su prosa contundente las contradicciones de un país al borde de una gran explosión urbana.

El segundo libro, El collar del perro, salió dos años después, y sirvió para consolidar la posición del escritor como un renovador del lenguaje, en la medida en que sus creaciones establecieron las características del moderno cuento urbano brasileño. Uno de los puntos culminantes de esa extraordinaria colección de narrativas es “La fuerza humana”, una punzante inmersión en el universo de los perdedores. Un texto con la potencia de un puñetazo, que no pasó mucho tiempo en ser reverenciado como clásico contemporáneo. Para el crítico Wilson Martins (1921-2010), “ ‘La fuerza humana’ no es solo uno de los mejores cuentos brasileños escritos hasta hoy; es también uno de los mejores de la literatura universal”. La narrativa que da título al libro también merece mención: fue la primera incursión del escritor por el territorio de la ficción policial, que se volvería una importante línea de fuerza en su obra.

Anónimo convicto, reacio al ojo público y aún más a las entrevistas, Zé Rubem encontraba divertidas las historias que circulaban sobre él. Como aquella de que en cierta ocasión se disfrazó de mendigo para subir a la favela una noche de Año Nuevo, en busca de material y personajes para un relato. Leyendas. Lo que sí es cierto es que en aquellos tiempos de circulación restringida de imágenes su rostro era desconocido para la gran mayoría.

Una vez, en el centro de Río, entró en una librería de viejo en compañía de la columnista y cocinera mexicana Lourdes Hernández Fuentes. Vestía su caracterización preferida: sudadera, lentes oscuros y cachucha. Un disfraz. Lourdes abordó al propietario y le preguntó por los libros de Rubem Fonseca. La respuesta del hombre los desconcertó:

—Ya los tuve. Pero ahora que él murió se me acabaron.

Se contuvieron hasta salir a la calle y comenzar a reírse.

En 1969 surgió su tercera colección de cuentos, Lucía McCartney. Vale la pena detenerse un poco en este libro, uno de los mejores del autor, en primer lugar, por la calidad de los textos. Llama la atención la inversión formal que se desprende en buena parte del volumen —el cuento que le da título, por ejemplo, tiene momentos de puro experimentalismo emulando al posmodernismo norteamericano—. Hay espacio para narrativas brevísimas, enunciadas como poemas, por ejemplo: “Los inocentes”, con su plot twist cínico, y “Corriente”, que trata, como el título indica, de una de aquellas corrientes o cadenas que, al quebrarse, traen infortunios. El cuento “El caso de F. A.” marca la primera aparición del licenciado Paulo Mendes, un abogado mujeriego, que se involucra personalmente en la resolución práctica de sus casos. Una especie de precursor del personaje Mandrake, que protagonizará diversas narrativas posteriores. También aparecen en esta colección relatos que tienen por escenario calles y personajes de Nueva York, y que evocan la temporada en que el autor vivió en Estados Unidos.

En 1971 inició su relación con una de sus mayores pasiones, el cine, tanto en la condición de guionista como en la de autor de libros que sirvieron de matriz para largometrajes, cortos y seriados. Ese mismo año, el cineasta carioca David Neves (1938-1994) dirigió Lucía McCartney. Garota de Programa, eligiendo para el papel de la prostituta existencialista a la brasileña, nacida argentina, Adriana Prieto (1950-1974), musa vigente en la época.

En 1974, el director Flávio Tambellini (1925-1976) transformó el cuento “Informe de Carlos” en el largometraje Informe de un hombre casado, y, al año siguiente, filmó el primer original de Rubem Fonseca, La extorsión. Es de lamentar que poca gente haya asistido a ese thriller amoral y tenso, prohibido por la censura del régimen militar, que no aprobó la trama en la que al final triunfan los bandidos. Para los censores, el mal nunca podía vencer al bien —al menos en las pantallas de los cines.

Fue la primera vez que la censura tocó la obra de Rubem Fonseca. La primera de varias.

Portadas originales de 'Feliz año nuevo' y 'El cobrador'. (Especial)
Portadas originales de ‘Feliz año nuevo’ y ‘El cobrador’. (Especial)

La década de 1970 fue una época de oro para el cuento en Brasil. Surgieron nuevas voces y grandes libros, aunque también fue un tiempo de excepción y sombras. Y tal vez ningún otro escritor haya representado un papel tan emblemático para el periodo como Rubem Fonseca. Al contrario de los autores que recurrían a la alegoría para hablar de un país sitiado por el oscurantismo, publicó Feliz Año Nuevo, en 1975, y seccionó, sin anestesia, dejando expuesto el nervio de lo real. Por los cuentos de este libro, que terminó volviéndose un símbolo del embate del artista contra el autoritarismo, desfila un Brasil pobre, feo, vulgar y violento. Son denuncias policiacas de la realidad, que hace brillar el exacto instante en que la brutalidad se convierte en moneda de cambio. Quedan pocos dientes en la boca del hombre gentil y en su pecho pulsa un deseo todavía vago e impreciso de desencadenar un ajuste de cuentas.

En el cuento que da nombre a la colección, un trío armado invade una fiesta de Año Nuevo en una mansión de lujo y agrede atrozmente a los invitados. Uno de los invasores llega al requinte de probar si un cuerpo de verdad se adhiere a la pared, antes de deslizarse al piso, al ser alcanzado a quemarropa por un tiro de alto calibre, como sucede en las películas de Hollywood. En “Paseo nocturno —parte I” y “Paseo nocturno —parte II”, el protagonista es un alto ejecutivo que, por la noche, aburrido, sale de casa con su carrazo envenenado a atropellar personas. “El campeonato” habla de un torneo de conjunciones carnales en un futuro distópico de Brasil. “Abril, en Río, en 1970” es un respiro casi lírico en ese universo turbulento al hablar de futbol, y de perdedores, única vez en que Rubem Fonseca escribió del tema (a él le gustaba el futbol: era vascaíno; hay dos relatos en el libro en que los personajes son escritores, uno en tono fársico). “Agruras de un joven escritor”, y el otro, “Intestino grueso”, son una larga y reveladora entrevista en que un autor cobra por palabra y tiene como divisa la frase “Adopte un árbol y mate a un niño”. En este otro, conviene no engañarse con el título: “Día de los enamorados”. Registra la primera aparición del personaje Mandrake, un abogado cínico, amante de vinos y puros y de otros placeres de la buena vida: se trata de una historia de chantaje de naturaleza sexual. “Nau Catrineta” (poema anónimo que narra las desventuras de un barco y su tripulación) habla de un rito secular de iniciación que envuelve canibalismo. Etcétera

Convengamos: era un menú de lo más suculento para los golosos censores al servicio de la dictadura. Feliz Año Nuevo fue prohibido el 15 de diciembre de 1976, por orden del ministro de Justicia, Armando Falcão, bajo la acusación de “exteriorizar material contrario a la moral y las buenas costumbres”. Todos los ejemplares en circulación fueron confiscados. Un político de Brasilia, cuyo nombre cayó en comprensible olvido, llegó a recomendar la cárcel para el escritor. Como si fuera posible culpar al inventor de la escala Richter por los terremotos.

A Rubem Fonseca le disgustó muchísimo la arbitrariedad. Lanzado un año antes, Feliz Año Nuevo ya había rebasado la marca de las treinta mil copias comercializadas y ocupaba, al momento de su prohibición, el segundo lugar en la lista de los libros más vendidos, convirtiéndose en el primer best seller en la carrera del escritor.

Fue entonces cuando decidió apelar.

En el ámbito legal, demandó a la Unión por pérdidas materiales y daños morales, en un proceso que se arrastró a lo largo de la década siguiente, terminando con la victoria del autor y la condena a la Unión. El libro volvería a circular en 1989.

En el campo literario, se dedicó con ahínco a las historias que integrarían el libro-libelo El cobrador, publicado en 1979, un verdadero contragolpe del escritor perseguido por la intolerancia. Para comenzar, el cuento que le da título al libro es una ruidosa irrupción para sobresaltar el sueño de la burguesía. En el cuento-manifiesto, la trama vive de enumerar lo que el protagonista juzga que le deben. Cabe mucha cosa en esa planilla entre lo básico y el lujo. “Tan debiéndome colegio, novia, aparato de sonido, respeto, sándwich de mortadela en la cantina de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de futbol”, recita el narrador mientras promueve un alucinado ajuste de cuentas a su alrededor. En las horas de ocio, el justiciero se dedica a la poesía. Y al amor de la palindrómica Ana, que se une a él para, juntos, ampliar el alcance de la cruzada que pasan a poner en práctica. Pocas veces la literatura brasileña fue tan cruda y cruel —y contundente.

Pero el escritor continuaba bajo la mira de la censura.

Un año antes de ser publicado como parte de un libro, el cuento “El cobrador” fue el gran vencedor del concurso literario promovido por la extinta revista Status, una publicación masculina que intercalaba artículos sofisticados, análisis de fondo y beldades desnudas a lo mejor de la ficción producida en el país. El concurso estaba abierto a autores consagrados y principiantes, bajo seudónimo, y pagaba el premio financiero más alto de América Latina. Para llegar al veredicto, el jurado, formado por el poeta Ferreira Gullar (1930-2016), por el filólogo y diccionarista Antônio Houaiss (1915-1999) y por el periodista Gilberto Mansur, tuvo que examinar más de tres mil originales.

El premio a “El cobrador”, consagró a un escritor que alcanzaba la plenitud de su literatura y a un cuento que no hacía concesión alguna al retratar a un Brasil al borde de la convulsión social. También jugueteó una vez más con la furia predadora de la censura, que prohibió a la revista publicar el cuento. Para no frustrar a los lectores, la revista insertó otra narración del autor, “Mandrake”, eso sí, teniendo que cortar aquellas palabras que cualquier ciudadano está cansado de escuchar día a día, pero que, a los oídos autoritarios de la banda de la censura, que oprimía al país, sonaban “obscenas”.

Dibujo de Rubem Fonseca hecho por Felipe Ehrenberg. (Archivo Lourdes Hernández Fuentes)
Dibujo de Rubem Fonseca hecho por Felipe Ehrenberg. (Archivo Lourdes Hernández Fuentes)

Hoy es considerado un clásico contemporáneo. “El cobrador” fue adaptado para el teatro, en 1990, por Beth Lopes y Luís Cabral, en una pieza en la que las soluciones escénicas contribuían a mantener presente toda la virulencia del cuento. No obtuvo el mismo resultado cuando el relato fue llevado a la pantalla, por el director mexicano Paul Leduc (1942-2020). Tal vez la idea de incorporar otro cuento del autor (“Paseo nocturno”) no haya sido tan buena, ya que desvía el foco narrativo con una trama claramente menos potente. Queda el placer de ver en escena a Lázaro Ramos, uno de los mejores actores brasileños en activo, en el papel principal.

De cierta manera, El cobrador señala el fin de un ciclo en la carrera de Rubem Fonseca, que vuelca su interés en la década siguiente hacia la novela, publicando cuatro títulos en secuencia: El gran arte (1983), Bufo & Spallanzani (1986), Vastas emociones y pensamientos imperfectos (1988) y Agosto (1990). El autor solo regresaría la ficción breve en 1992, con el volumen Romance negro y otras historias. En los 63 cuentos que componen esa primera parte de la obra, de Los prisioneros a El cobrador, está contenida, en mi opinión, la suma de la prosa fonsequiana, las bases estilísticas sobre las cuales va a asentar toda su literatura posterior. Un universo original, urgente y necesario.

Una P. D. personal y sentimental: en 2005, yo trabajaba en la revisión final del texto de la novela Yo recibiría las peores noticias de sus lindos labios. Faltando poco para su publicación, recibí un telefonema de Zé Rubem. Me contó que había leído los originales y le habían gustado con una única e importante salvedad: el título. A pesar de también ser adepto a los títulos caudalosos —Del fondo del mundo prostituto solo amores guardé para mi puro es un buen ejemplo—, creía que era “demasiado largo”. Y proponía que solo existía un nombre posible para el libro. El nombre de la heroína.

“Lavinia”.

Osé discordar, en homenaje a la verdadera epopeya que cercaba aquel título. Yo ya había superado la resistencia que siempre provocaba su mención. No sirvió de nada, Zé Rubem no dio su brazo a torcer. Yo creo que fue la única ocasión en que estuvimos en desacuerdo en relación a algún asunto literario.

Al año siguiente, lanzó su decimocuarta colección de cuentos, Ella y otras mujeres, en la que cada una de las narraciones es bautizada con nombre femenino. Una de ellas se llama “Lavinia”.

Rubem Fonseca murió el 15 de abril de 2020, de infarto, en su departamento en el barrio carioca de Leblon, donde vivía, a menos de un mes de cumplir 95 años. Nos dejó un gran legado. Y otro tanto de saudade.

Traducción del portugués de Lourdes Hernández Fuentes.

Marçal Aquino es una de las voces más representativas de las letras brasileñas. Narrador, periodista y guionista, es autor de ‘El invasor’.

AQ



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